«La música como herramienta de transformación social», por Jéssica Báez Lehner
Música autodidacta e impulsora de diversas iniciativas artístico culturales desde la ciudad de Quillota. Música Ensamble, el Centro Experimental de Arte y Cultura, entre otras, son algunos de los proyectos a los que ha dado vida, desde la colaboración y el cariño, junto a un equipo multidisciplinario. Y en Niña Provincia nos relata parte de ese camino.
Conoce más de la gestora tras estos espacios de «construcción musical en el que las barreras no existen».
Por Jéssica Báez Lehner
Mi formación musical ha sido mayoritariamente autodidacta, alimentada por las ganas de aprender y de la simpleza de vibrar y resonar junto al instrumento. He tenido la suerte de encontrarme con seres con mucho talento y una generosidad enorme, de quienes he tomado enseñanzas que se han ido sumando a lo que hoy es mi acervo musical, el que me encanta compartir con otros/as. También me tocó sentir el portazo en la cara de un “maestro” músico con una trayectoria destacada que me dijo: “para estudiar piano tenías que haber comenzado a tus 6 años, tú ya estás grande para eso”, frase que caló hondo durante mucho tiempo (pensando en que recién tenía 15 años). Casi 25 años después, creo que esa permeabilidad emocional me ha construido en quien soy hoy y me permite pensar en diversas fórmulas para poder facilitar este acercamiento con la música de manera generosa y abierta a todas las personas que puedan buscar en ella una fuente de bienestar.
La experiencia
La primera vez que escuché hablar del concepto de Promoción de Salud fue en el año 99 en Quillota, una apuesta del departamento de salud en donde tuve la oportunidad de ser monitora de un programa para jóvenes músicos de la provincia durante 8 años. Este trabajo me permitió conocer diversas realidades, dentro de ellas el vislumbrar la escasa participación de mujeres en estos contextos, nuevamente imperando la creencia de que la música es un privilegio para algunos, donde la desigualdad de género marcaba aún más esa brecha. Claramente, la falta de oportunidades de espacios de participación y los estigmas sociales eran parte del problema que debíamos abordar en ese espacio.
En el año 2012 comencé a trabajar en un taller de música con chicos/as de un colegio especial, sin tener experiencia previa en educación diferencial. Nuevamente me vi enfrentada a un desafío particularmente complejo, sin otra herramienta más que la música, la intuición y las ganas de aprender más que de enseñar. Ese conocimiento empírico fue el que nos llevó tras cada ensayo, error y acierto a ir marcando una senda que guiaría nuestros primeros pasos en la música. Durante años desarrollamos un trabajo musical muy entusiasta y adaptado al ritmo de aprendizaje de cada uno/a y poco a poco comenzaron a evidenciarse los avances artísticos en ellos/as.
Percibí que para conseguir resultados concretos y significativos, debía romper con paradigmas y lógicas segregadoras que existen en la sociedad para el desarrollo artístico de las personas en situación de discapacidad, es decir, abrir caminos en espacios culturales, donde estos jóvenes pudiesen rodearse y llenarse de la experiencia de otros músicos; fue así, como comencé a invitar a diversos amigos/as instrumentistas, cantautores y artistas de la ciudad para generar espacios de cooperación y participación activa utilizando la música como herramienta para construir entornos verdaderamente inclusivos.
La experiencia fue generando un impacto positivo en todos los actores involucrados, ya no se trataba solo de “los/as niños/as”, sino de qué manera el efecto de la música puede abrir canales de sensibilidad ante la necesidad de construir entre todos/as una sociedad que vea la diversidad como un valor y no como una amenaza. De esta manera se fueron sumando personas motivadas a aportar con sus saberes y especialidades y fue así como se fue conformando lo que hoy es el equipo de trabajo multidisciplinario con el cual llevamos trabajando cerca de dos años en Música Ensamble y el Centro Experimental de Arte y Cultura-CEAC.
“La música es una de las expresiones creativas más íntimas del ser, ya que forma parte del quehacer cotidiano de cualquier grupo humano tanto por su goce estético como por su carácter funcional y social. La música nos identifica como seres, como grupos y como cultura, tanto por las raíces identitarias como por la locación geográfica y épocas históricas.” (Angel, Camus y Mansilla, 2008: 18).
Tras un largo y sinuoso camino -parafraseando a McCartney-, hoy puedo concluir que la música es un instrumento eficaz en la promoción de salud, y constituye también una poderosa herramienta de transformación social. La música es colaborativa, genera sentido de pertenencia y responsabilidad, los logros son colectivos, los beneficios son transversales. Es un puente comunicativo y una plataforma que permite compartir saberes, resonar en diversas frecuencias, empatizar desde la comunicación no verbal, y una larga lista de beneficios asociados a ella. Sin embargo, todo esto será letra muerta mientras sigamos separando los espacios culturales en función de diversas etiquetas que nos definen según paradigmas añejos y alejados del caudal creativo que existe en la multiplicidad de individuos/as que habitamos este planeta. Los espacios para el arte deben aumentarse y desplegarse para todos y todas, entendiendo que se deben adaptar en función de las personas.
Cada quien busca en la música su camino y encuentra en ella un sentido singular y propio. Un canal de expresión, un grito de justicia, un desafío mental y motor, la búsqueda de reconocimiento, valor, satisfacción, pertenencia, alegría, la maravilla de compartir, experimentar, vibrar y resonar. La música, a partir de mi propia experiencia, ha sido un instrumento de transformación social y una de las mejores medicinas existentes.
*El concepto de “Promoción de Salud”, hace referencia a cambios en el entorno que permitan proteger la salud de las personas a través de acciones que generen bienestar”.
Fotografía: Patricia Torres González.